2008/12/28

Lápices (#05)

Datie era una suerte de polimorfismo adquirido gracias a mutaciones genéticas y a manipulaciones deliberadamente injertadas e inoculadas en laboratorio. Abott llevaba experimentando desde hacía años; lo mismo que Albertis e Inda. Pero Otsuka era la que había conseguido llevar los experimentos más lejos.

Yanimoro, amigo de Thierry desde hace casi dos décadas, había mantenido contactos recientes con éste. Al igual que ahora Lencit quedaría pasmado, patidifuso, atónito y con un rictus de ligera incredulidad ante la información que acababa de recibir, así quedó Thierry hace ya más de un mes cuando procesó la misma información.

Otsuka había dado con una fórmula para solucionar el problema del VIH. La inoculación de una sustancia orgánica de la hoja del estramonio en la superficie de la gp41 –glicoproteína transmembrana, como se la conoce en términos médicos- y su reinoculación en el estramonio originario, provocaba, nuevamente inoculada en el organismo infectado, tras un proceso controlado químicamente, un bloqueo del mecanismo de expansión y desarrollo del virus y, por increíble que parezca, generaba un efecto contrarío en dicho organismo que hacía desaparecer la enfermedad en escasas semanas. Era el fin de los retrovirales.

Había sido testado en una muestra reducida en dos zonas muy concretas, tratando de analizar las diferencias que otros agentes externos pueden efectuar sobre la evolución del tratamiento. Simultáneamente se utilizó en la zona septentrional de Djibouti y en un pequeño poblado de Valparaiso, en Chile. Los resultados, en cuatro semanas, no podían haber sido mejores. Todo controlado y desarrollado en estricto secreto por los laboratorios Otsuka.

Yanimoro era el jefe de transmutación en la planta de Djibouti. Decimos era, porque hace tres meses abandonó los experimentos y salió en un vuelo clandestino con destino Francia con una muestra de estramonio tratado. Su incapacidad de afrontar los hechos por sí mismo, ante la fuerza de la farmacéutica, hizo que contactara con Thierry, de la misma forma y por los mismos motivos por los que ahora Therry se estaba tomando una absenta con Lencit.

La planta inoculada, tras unos meses de actividad física normal, la estándar para el estramonio, había cambiado su fisonomía dando lugar a unas estructuras helicoidales altamente tóxicas y mortales. En concreto, las hélices generan unas esporas que en contacto con un organismo vivo y siempre por la noche, generaba una especie de vaina alrededor del organismo. Por la mañana el ser vivo ya no lo era. Tenían que afrontar el problema pero no sabían cómo. Demasiado dinero, poder político e interés militar quedaba al amparo de estos tres científicos. Todos los premios de Lencit, todos los doctorandos de Thierry, todo el curriculum de Yanimoro, todo ello parecía ser muy insuficiente para dar solución al problema.

Cuando salieron del bar se habían bebido casi una botella de absenta. Las ojeras de Thierry olían a licor y, en corto periodo de tiempo, no parecía que fueran a disminuir de tamaño y volumen. Las piernas de Lencit estaban rígidas. Había que analizar YA a Datie, aunque no se podía hacer a la idea de que esta planta, que tanto le había fascinado, ésta loca de la naturaleza, lo iba a ser por motivos tan diferentes y que escapaban a su normal entendimiento.



2008/12/18

Lápices (#04)


Una de sus pequeñas manías consistía en comprar la prensa local en cada viaje; así lograba estar informado de todo y sí, guardaba un ejemplar diferente de cada diario junto a las cajas de lápices: un New York Times por aquí, un Corriere della Sera por allí, era un coleccionista en potencia. Pasaba páginas a la vez que pegaba pequeños sorbos del delicioso café au lait que servían siempre en el Café Bertrand, a la vez que hacía garabatos con un lápiz demasiado afilado (detestaba los de dureza superior a 2H) sobre una servilleta impermeable, a la vez que miraba en derredor cada 10 segundos en busca de unos ojos amigos.

Acostumbraba a ver a Thierry de 2 a 4 veces al año desde que dejaron la Facultad, aunque mantenían una relación más o menos constante en la distancia, discutiendo sobre diversos estudios, problemas, teorías de las que se ocupaban en cada momento. Lencit se había decantado tempranamente por la Taxonomía y una vida algo errabunda, mientras que Thierry vivía en Chambéry, y compatibilizaba sus investigaciones en el campo de la Ecología con la docencia en la Universidad de Savoie. Sus encuentros siempre comenzaban en el Café Bertrand y eran monotemáticos y monótonos, profesionales y técnicos, pero esta vez Lencit estaba impaciente.

Cuando llegó Thierry con Datie, le dio un toque en el hombro y se sentó a su lado. Encontró a Thierry muy desmejorado, ojeroso, despeinado, desmadejado, delgado, nada acicalado, como si fuese el último día después de un mes sin dormir, con una preocupación rondando en círculos concéntricos alrededor de su pelirroja melena. Después de meses de largas conversaciones telefónicas habían decidido comenzar una investigación común y Lencit ya tenía ganas de conocer a tan especial ejemplar. Observar, tocar, dibujar, escuchar, sentir. Datie, así la llamaba él, era un ejemplar de Datura stramonium o higuera loca, uno con unas peculiares características y Lencit sentía un gran interés por ella, por la planta chiflada.

Llevaba años queriendo sin querer adentrarse en el mundo de las plantas peligrosas. Llamó al camarero y pidió dos vasos de absenta.


2008/12/12

Lápices (#03)

Una veintena de personas, enfundadas, con banderas, banderines, haciendo un gran estruendo con el aire que con virulencia exhalaban sus henchidos pulmones, con tanta potencia como el Gilberto o el Katrina, vistiendo camisetas y demás atuendos del Lyon, le impidieron, momentáneamente, la entrada en el café Bertrand.

Sentado en una silla de madera, con el café emitiendo vapor con olor amargo y mientras ojeaba el periódico apoyado en la mesa de madera, con un cigarrillo a medio consumir, con la ceniza ya muy larga y aún adyacente al resto del cigarrillo, que estaba apoyado en una de la cuatro ranuras del cenicero de madera que estaba sobre la mesa, de madera, se acordó de su tío. Los restos de Constantin no fueron sepultados en Westminster. Su cuerpo no se ajustó al darwinismo social ni contribuyó a la mejora de la especie humana. Sus músculos fueron paulatinamente paralizados por una suerte de atrofia proteica que lo postraron en una silla de ruedas en menos de dos meses. Sus huesos se partían y se astillaban por todos los lados formando mondadientes afilados. Era un optimista por naturaleza. Un lechoso líquido a base de cicuta terminó con sus días. Lencit nunca supo (o quiso saber, esa dicotomía es algo sobre la que el narrador poca claridad puede aportar) si fue su madre, Anne, quien le dio el brebaje, o si Constantin tuvo una suerte de magia efímera, última, senescente, súbita, que le permitió erguir el brazo lo suficiente como para echárselo al coleto como esos tragos de Absenta que tanto calor corporal le provocaron durante toda su vida. Constantin amaba la vida y la vida amó a Constantin. Sus últimas semanas en el ocaso de su vida no cuentan. No queremos que cuenten. Y creemos que Lencit estará de acuerdo con nosotros.

Los senderos físicos e interiores de Lencit, es posible, ciertamente probable, que hayan sido condicionados y que su exegesis sea explicable por el deseo de conocer los posibles tratamientos médico sanitarios derivados del zumo de la cicuta. Dudo que lo sepamos nunca. Lencit no ha querido respondernos a este interrogante. Es algo que se reserva para sí, nos ha dicho. Yo así lo creo; no sé lo que opinarán el resto de mis colegas.

Consantin, el modelo, el halo de inspiración, según hemos querido concluir en nuestras hipótesis de investigación, el eremita, fue una celebridad, una deidad, un mito oriental, aunque solo lo fuera, en realidad, para Lencit.

Veámoslo a través de un día cualquiera. A las siete de la tarde entraba en Lorries, un local bastante grande, creado a principios de siglo, muy naïf, por donde muchos artístas, tanto incipientes como reputados, han pasado a tomar café. Pues bien, decíamos, que Constantin entraba en Lorries, siempre a las siete en punto. Se sentaba en la mesa de la esquina, en “su” mesa. Depositaba el maletín, negro, pequeño, de cuero, con varios compartimentos, que lo acompañó durante tres décadas, en la mesa de madera, con, como pueden ustedes imaginar, una sola silla de madera. Sacaba una larga vela que encendía con un fósforo y llamaba al camarero y pedía un Absenta. Extendía un libro que acercaba a la vela, porque no podía leer con otra luz que no fuera la emitida por las velas Vallinjov, y leía; siete horas. Hasta la hora de cierre.

Al principio llamaba la atención, ese crápula, trasnochador y múltiplemente soñador. Con el tiempo la gente se acercaba al bar sólo para ver su rala melena, esa barba que nunca debió conocer barbero alguno, y esa pipa de madera echando humo en volutas de diversas formas. El local cada vez congregaba a un mayor número de curiosos. A los cinco meses le ofrecieron a Constantin un salario, temiendo que en cualquier momento decidiese no volver nunca a sentarse en su mesa. Así, pues, se convirtió en la única persona que recordamos se le pagara por leer para sí misma. Muchas personas se le acercaban a preguntarle cosas, a pedirle autógrafos o a curiosear qué estaba leyendo, más nunca dio muestras de ningún tipo de sociabilidad.
No se le conoció mujer o romance alguno. Muchos rumores sobre visitas furtivas al barrio de las putas circulaba por la ciudad. No creo, no creemos, perdón, que fueran ciertas.

Nunca se le vio comer bocado alguno. Tal y como hemos deducido de nuestras investigaciones, tratando de aportar claridad al caso Constantin, tan necesaria para la presente narración, diremos que era practicante del ayuno perpetuo. Un artista del hambre, un K en grande mayúscula.

Pero, tratando de no aburrirles más describiendo la mayor de las influencias en la vida de Lencit, seguiremos con el propio estudioso del mundo vegetal. Lencit, pues, estaba ojeando el periódico apoyado sobre la mesa de madera.

2008/11/27

Lápices (#02)


Todavía se acordaba de aquel libro que le había regalado su tío Constantin el día de su décimoquinto cumpleaños. Tenía nada menos que 512 páginas; desde el primer día que lo tuvo en sus manos, todos los días lo hojeaba y llegaba hasta la última; 512, pensaba Lencit, las mismas que ayer, en vacaciones me lo leeré, 512, igual que el lunes pasado, puede que lo empiece este fin de semana. Dos meses más tarde Lencit se decidió: se sentó en el sillón del recibidor y bajo la luz amarillenta de los otoños de Cotouvre apoyó el libro en su regazo y leyó el título: “Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo”. Una curiosa coincidencia, pensó mientras miraba a través del cristal roto de su ventana.

Obedeciendo a su característica curiosidad, echó un vistazo al resto del vagón. Un par de asientos libres allí, otro allá, tres más a la izquierda… Tras la parada en Lyon estaba prácticamente repleto y sus pensamientos se veían adornados por un débil murmullo. Personas absortas en sus asuntos, ésa fue su primera impresión. Después, se detuvo un poco más en sus rasgos: había caras nerviosas, venosas, dentadas, aovadas, la mayoría aciculares y alguna que otra verticilada. Y una cosa estaba clara: Lencit era un apasionado de su trabajo y a ello se dedicaba en cuanto encontraba ocasión.

La primera cara acicular que recordaba era la de la señorita Eugénie. Fue su profesora de Biología en Secundaria y a ratos, aún se acordaba de ella. Con su pelo de color trigo sujeto en un moño, su bata blanca y sus tizas de colores. La recordaba diciendo “nutrición, relación y reproducción”. Sonrió y se la imaginó viviendo en el campo rodeada de todos sus queridos seres vivos. Sonrió y acompasado por sus recuerdos se quedó dormido.

Notó unos suaves golpecitos en el hombro. “Señor, señor... ya hemos llegado a Chámbery”. Cuando abrió los ojos se encontró a un muchachito de unos 12 años. Aún adormecido se lo agradeció y le regaló un lápiz. Uno especial, de los diez que había comprado en su primer año en la Universidad de Lyon, uno de los que más le gustaban porque tenía una mina muy blanda que hacía que los dibujos aparecieran solos en el papel.

Suspiró, recogió sus pertenencias y se apeó del tren.

2008/11/18

Lápices



Las nueve y un minuto. Llegada estimada a la estación de trenes de Chámbery a las doce y dos minutos. Aún quedaba tiempo. Apuró el café con leche. Pagó dos francos a la camarera de la cafetería del tren. Quédese con el cambio, por favor, le dijo Lencit. Se guardó el periódico del día anterior bajo el brazo, dio media vuelta y se dirigió a su vagón. Estiró, mientras caminaba con torpes movimientos provocados por el traqueteo que la fricción de las ruedas del tren provocaban en su desplazamiento por los raíles dispuestos a tal efecto, el cuello y la espalda que, tras haber dormido casi siete horas en encorvada postura en la litera de su vagón, se le habían quedado el uno dolorido, la otra entumecida, notando en su movimiento arrítmico cada una de las vértebras de su espalda. Se acomodó en el sofá –ya habían arreglado los vagones y deshecho las literas- y se alegró de la suerte de que nadie en ese momento estuviera en su vagón. Estarían desayunando. O lavándose. O estirando las piernas. O fumando unos cigarrillos. Daba igual, completamente igual, el caso, es así, de hecho, que estaba sólo y podría disfrutar un rato íntimamente de su trabajo.

Muchos de ellos los había comprado Lencit. Unos en viajes, otros por catálogo, algunos en tiendas. También le habían regalado muchos. Aunque lo que realmente le gustaba era adquirirlos a él. Disfrutaba inquiriendo en las tiendas, en los lugares más remotos en los que podría encontrar el modelo indicado, aquél que todavía no tenía, aquél que poseía una cualidad determinada o, simplemente, aquél que le apetecía en ese momento adquirir. Nunca compraba compulsivamente. Rara vez más de una o dos unidades por compra.

De grafito, de acuarela, de grasa, de crayón, de carbón de leña, borrables, con goma de borrar en la parte superior, de colores, de rallado negro, estenógrafos.

A sus cuarenta y dos años su cuaderno de anillas de papel satinado, le había acompañado por todos los lugares por los que había estado realizando sus trabajos. Investigaciones de campo de todo tipo de hojas. Había recibido varios premios y galardones por su contribución a la taxonomía del mundo vegetal. Hojas aciculares, trasovadas, perfoliadas, escotadas; nomófilos, antófilos. Todo había quedado plasmado en su cuaderno. Dibujos y fotografías acompañadas de las pertinentes anotaciones técnicas y profesionales en aplicación de sus conocimientos sobre biología y geología.

2008/11/14

On/Off (#10: Off - fin)


Qué bonita. Dos listones de madera unidos con otro en la parte trasera, a modo de sustento de la estructura, dispuesto oblicuamente, del que pende la cuerda que sujeta el delicioso metal bien afiladito. Sesenta kilos de afilado metal. Bueno, no sé, la verdad es que serán sesenta kilos o vete tú a saber. Pero el metal bien afiladito. Algunas incluso tenían una pequeña silla en la que poder sentarse antes de recibir el impacto. De madera, claro. Sólo faltaba que estuviera forrada con una suave y acolchada tela. Pero eso ya sería la hostia; pedir demasiado. Un aparato muy romántico ¡Pero qué jodídamente buenos eran los franceses inventando cosas! Pero, claro, ya, ya, ya. No puedo conseguir una ¿Y si me llevara una de un museo? Imposible; pero qué gilipolleces se me ocurren. El Gran Markus está espesito hoy. Con lo bonito que está el cielo. Este aroma que penetra por los poros de mi piel. Hacía tiempo que llevaba esperándolo, aunque sólo sea para poder disfrutarlo por última vez. Deliciosa brisa, temperatura ideal, da gusto ¿Y si sobornara al vigilante de un museo que tuviera un buen ejemplar? Menuda mierda, encima estoy sin un céntimo. Nada.

Markus había estado deseando desde hacía doce larguísimos años terminar con este asunto. Pero no le valía cualquier manera. Tenía que ser a su salida de la cárcel. Quería purgar todas las culpas, todos los malos actos, las necedades de su vida, toda su fútil grandilocuencia. Y ello sólo lo pudo conseguir tras doce años de penitencia y castigo. Era eso. Pero ahora era feliz.
¿Y si me hinchara a comer hamburguesas? Sí, eso haría, comer, merendar, cenar unas deliciosas Big King o Doble Cheeseburguer o Doble Wooper. Todo tamaño XXL, claro está. Con gran cantidad de patatas fritas y todo bien regado de las deliciosas salsas. También tendré que comerme todos los postres, Sandy, Bownie, tartas. Y las ensaladas ¡Prohibidas! No volvería a comer lechuguita en toda su vida ¡Joder! ¡Esto me puede llevar semanas! Y encima no tengo pasta. Nada.

Había hablado alguna vez con Alicia. Desde la cárcel y una última vez al salir. Varias asépticas visitas. Se había casado con un muchacho decente, camionero de profesión. Pasaba largo tiempo fuera de casa, que era lo que a ella le gustaba, tiempo para sí, mucho tiempo, pero alguien cercano con quién sentirse protegida. Yo nunca pude hacer eso ni estar a la altura. Y cuanto más manipulable, mejor. Podía matarla, y a su marido, y a sus hijos, si es que los tuviera. No. Eso pertenece a mi vida pasada. Ya he purgado todos mis malos actos. De ahora en adelante seré un buen muchacho. Bueno…en las próximas horas.

¿Hacerme adicto a las drogas? Demasiado tiempo ¿Inyectarme aire en las venas? ¿Cómo? ¿Ponerme delante de un tren? No quiero provocar un descarrilamiento ¿Llenar la bañera de agua y tirar el secador de pelo encendido? Necesito ayuda y quiero hacerlo sólo ¿Aventarme desde un puente? Uhmmm ¿Ahorcarme? Poco romántico, demasiado vulgar ¿Irme a una montaña en bermudas y esperar a que se me congelen los miembros y todo el tejido cerebral? Menuda idea de mierda. Markus, estás espesito hoy, sí.

San Bernardo. Gran Vía, giro a la derecha. Plaza España. Recuerdos, nostalgia, añoranza de tiempos mejores por estas calles. Fin de Plaza España. A la derecha, sí, por aquí era. A ver si tengo suerte. Bailén. Diez minutos. Casi veinte minutos. La recordaba más cerca.
Era las seis y treinta y siete minutos. La misa estaba en mitad de una lenta letanía. Siempre le había gustado: La Almudena, su majestuosidad, sus grandes dimensiones, esa imponente presencia en medio de la ciudad. Como él lo fuera en otro tiempo. Hacía ya mucho tiempo, demasiado tiempo para una vida finita. Se sentó en uno de los últimos bancos, a cierta distancia del feligrés más próximo. Se arrodilló. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre ¡Coño, todavía me acuerdo! Rezaré un Padre Nuestro y un Ave María. No, rezaré varios. Hasta que acabe la misa. Un último acto de contrición nunca está de más. Así me quedaré tranquilo ¿Y si me confesara? Markus, Markus, tampoco te pases. Una cosa es quedarte a gusto contigo mismo y otra hacer el panoli.

Qué curioso. Por fin esos libros que tantas veces leí y releí me aportan claridad a mi situación. Como Hemingway, Virginia Wolf, Maupassant, London. El suicidio como forma de fracaso, locura o lucidez. La alquimia de la existencia. La razón de Nuestro Señor: no hay creación sin destrucción. Mírales que majos. Y yo acabaré como ellos, el Gran Markus.

Las eligió de todo tipo. Aún le quedaba algún amigo que lo pudiese ayudar en estas sus últimas horas de tristeza y felicidad. Amarillas, rojas, azules. Transilium, Cloracepan. ¡Qué buena pinta que tienen las condenadas! Se tumbó en la cama del piso en el que vivía hace mucho tiempo ya, cuando era el Gran Markus. Al menos eso le quedaba. Es así. Al menos eso le consolaba. No quiso pensar qué hacer con el piso, sus libros, el material discográfico y demás pertenencias afectivas. El efecto comenzó por las piernas. Fue subiendo por el tronco y en menos de cinco minutos empezó a adormilar el cerebro. Depresión respiratoria, hipotensión aguda, rigidez estomacal, coma, muerte Qué paz. Qué descanso, pensaba Markus. El Gran Markus. Le encontrarían tieso y frío, pero con una gran sonrisa en la boca. Puede que saliese en la portada de los periódicos ¿Puede? ¡Seguro! Del Gran Markus la gente no se olvidaría tan rápidamente.


2008/11/11

On/Off (#09)


Tráfico ilegal de mariposas. Mariposas bolivianas pinchadas sobre un tablero, secas, sin poder moverse, sin ser lo que habían llegado a ser. Como él. Las comidas, las partidas de mus después de comer, los partidos de fútbol, las clases de teatro… No, lo peor de todo era sentirse solo. Por la noche dar vueltas y más vueltas, en la cama y dentro de su cabeza.

El Gran Markus Fernández, ¿no lo conoces? Todo el mundo ha oído hablar de él. Siempre va así, con su sombrero, con la cabeza bien alta. Todo el mundo le mira, le mira, le vuelve a mirar y piensa, ¡Pero si es el Gran Markus! Importante, respetado, conocido en todo establecimiento que se precie, siempre rodeado de personajes influyentes, siempre con hermosas señoritas… Así era. Así fui: el Gran Idiota Fernández. Por lo menos dejé la gabardina y los zapatos y me volveré a colocar vaqueros y zapatillas como cuando era un mediocre. Un mediocre que estaba fuera. ¿Y ahora qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer aquí dentro?

Aquella noche había niebla. Había quedado con el Gran-Bibendum para tratar un nuevo asunto. No le había vuelto a ver. Por lo visto, nunca apareció, debió de ir con sus soplones a tomarse unas copas mientras celebraban que habían cazado al incauto de Markus. Pobre muchacho, hacía un buen trabajo, diría Meandro; ahora sí que hará un buen trabajo cargando con el muerto, dirían sus marionetas; nunca mejor dicho, diría el gran él. O cualquier cosa parecida.

- Hola, Markus…
- Hola.
- ¿Qué has hecho contigo?
- Da igual. No te preocupes. Siempre he sido una mierda. Un poco más de mierda no pesa. Además, ya era una mierda antes de que te marcharas. Supongo que por eso desapareciste.

2008/11/06

On/Off (#08)

- Hola, soy Markus.
- Hombre, Markus, ¿Qué tal te va?
- No me puedo quejar.
- Sabía que me volverías a llamar. Eres un tipo de fiar.
- Eso creo.
- ¿Qué tal si quedamos en Montoro para tomar un copa y charlar un rato?
- Perfecto.
- Pues estate allí a las seis. En la terraza.
- Allí estaré.

Faltaban tres horas para las seis. No había comido. Bajó por la calle de San Antonio y cruzó hacia Quevedo. Probó en Vips, pero estaba lleno. Avanzó por Fuencarral hasta el Rey de los Tallarines. Pidió mesa. Cuarto de hora, le dijo el encargado.

- Una cerveza, Emiliano, por favor.
- Hace mucho que no te dejas caer por aquí. ¿Todo bien?
- Sí, Emiliano, he estado ocupado.
- Tú nunca estas muy ocupado, Markus.
- Pues ya ves, ahora sí.
- Ya me han contado lo de Alicia, así que no pregunto por ello.
- Mejor. Gracias.
- ¿Vienes a comer?
- Acabo de pedir mesa. Cuarto de hora me ha dicho el chico de la entrada al comedor.
- ¿Pero cómo? ¿Por qué no me lo dijiste al entrar? Pareces nuevo, Markus. A Arturo lo hemos contratado hace poco. Llevará un mes.
- Tendré que venir más a menudo –Markus sonrió y provocó una sonora risa en Emiliano. Siempre se habían entendido a la perfección. Se conocían desde mucho tiempo atrás.
- Ahora mismo lo soluciono. Pero hombre, ¿cómo no va a haber una mesa libre?
- Tranquilo, Emiliano. Prefiero esperar. No tengo ninguna prisa y me vendrá bien tomarme tranquilamente esta cerveza – mientras decía esto ya prácticamente había vaciado el botellín.
- Toma, ésta invita la casa.
- Muchas gracias, Emiliano.
- Faltaría más. A ver si así te animas a venir más a ver a tu amigo Emiliano. Que los amigos están para eso.
- Prometo volver pronto, de verdad.

Markus agarró el botellín y pegó un largo sorbo del gollete.

Comía mientras leía el periódico. No le gustaba entablar conversaciones superfluas. Unos tallarines, una líneas. Siempre le había gustado comer así. Incluso cuando vivía con Alicia. Ahora lo hacía por necesidad, como modo de evasión. Demasiadas cosas en la cabeza. Pagó la cuenta. Departió un poco con Emiliano y salió a la soleada tarde. Se ajustó el sombrero. Se había convertido en indispensable. Se sentía más seguro con sombrero. Más importante. El importante Markus. Markus Fernández. Sería respetado. Se acabó eso de ir con la cabeza gacha. El gran Markus Fernández. A partir de ahora iría con la cabeza bien alta. Miraría con fijeza a los ojos de la gente y él, el Gran Markus Fernández, no la desviaría el primero. Has oído hablar de Markus, se preguntaría la gente. Pues claro, como no le voy a conocer. Todo el mundo ha oído hablar de él.
Siguió por Fuencarral y entró en una cafetería a tomar el café. Con hielo, Bayleis y bien frío. Lo tomó a sorbitos, como lo hace la gente con clase, con tanta clase como él, como el gran Markus. A las seis en punto llegó a la terraza. Meandro estaba esperando. Tenía un cocktail a medio beber.

Iba con un traje oscuro, enfundado en una gabardina marrón claro. Los zapatos no demasiado brillantes ni limpios, prefería pasar lo más inadvertido posible. La cita era a las diez de la noche. A esa hora la calle estaría vacía. Ni un alma. Más me vale que sea así o estaré bien jodido, pensó Markus. Se apostó en la esquina del Doolitle. Esperó. Se encendió un cigarrillo. Cuatro profundas caladas y al suelo. Estaba nervioso. Demasiado nervioso para hacer el trabajo correctamente. Tranquilízate Markus. No tienes que tener miedo de nada. Estate tranquilo. Eso, así, así, así, mejor. Otro cigarrito. Venga, ánimo, Markus, eres grande. Tenía la Ruger calibre 9mm Parabellum en el bolsillo. Seis balas. Esperaba no tener que hacer uso más que de una. Dos en el peor de los casos. Había estado entrenando, pero claro, el muñequito de cartón no es lo mismo que un tipejo de carne y hueso.
El humo surgió cálido del cañón formando volutas hacia arriba y fue deslizándose lateralmente hacia la izquierda por el impulso del viento. No le tembló la mano. Un certero disparo en la frente y faena finiquitada. Como un torero. Sí señor. Como el gran Markus Fernández que era. Trozos de sesos se habían esparcido por toda la pared. Se deslizaban suave y humeantemente hacia el suelo.

Markus se sentó y pidió una cerveza. No quería un cocktail. Sabía que el tema era importante y tenía que estar atento. Nada de alcohol fuerte.

- Las seis en punto. Así me gusta. Es una de las primeras cualidades que observo en la gente con la que trabajo. La puntualidad. Ni antes, ni después, a la hora. Ése es mi lema, Markus.

El Gran-Bibendum ofreció un puro a Markus que rehusó. Bebieron.

- Haces bien. Este maldito vicio me va a matar. Yo ya soy viejo, pero tú, Markus, te tienes que cuidar. Tendrás que llegar a mi edad, esperemos.

Markus sentía repugnancia por aquel soberbio viejo, gordo y asqueroso. Pero era el jefe. Y menudo jefe. Así que a reírle sus malditas gracias. ¡Qué remedio!

- Llevas tiempo trabajando para mí. Bueno, no demasiado. Pero estoy muy contento contigo. Apuntas buenas maneras. Ya es hora de dar el salto definitivo. Vas a ganar mucha pasta, muchacho.
- Haré lo que me encargue.
- Sabes que mi tiempo vale dinero. No me gusta malgastarlo. Así que iré al grano.
- Como usted quiera.
- La cosa es sencilla.
- Usted dirá.
- ¿Te acuerdas de aquél que te encontraste en Irrigorri, Rosales? El que te encargó que recogieras un paquete. Sí, el de las mariposas, ese paquete y ese tipo, sí. Pues bien, me está dando problemas. Demasiados problemas. Necesito que te lo cargues. Yo te diré cómo, cuando y dónde. De eso no te preocupes. Tengo todo coordinado para el que el trabajo sea limpio. Es un tío muy metódico, por si no te habías dado cuenta. Siempre toma sus copas en los mismos lugares. Come y cena en los mismos sitios. Sale y entra en su casa a la mismita hora todos los días.

A Markus se le heló la sangre. Contuvo el rictus de su cara para minimizar el impacto que en su rostro le había provocado la noticia. El encargo, maldito encargo. Estuvo meditando unos segundos. La sangre le recorría las arterias del cerebro a toda velocidad. Se le subió el cocktail que no había pedido. Menos mal, pensó. Lo haría. Ya todo le daba igual. Menos una cosa. Y si quería seguir siendo el gran Markus, el tipo al que todo el mundo conocería y respetaría, el tío que tendría que rechazar a chicas por no poder dar abasto, tendría que realizar el encargo. Mucha pasta. Mucha más de la que nunca había tenido. Y mucha más pasta por venir. Claro que haría el encargo. Al fin y al cabo seguro que ese tipejo se lo había buscado.


2008/11/03

On/Off (#07)

- Seis. Siete. Cinco. Ocho. Tres…

Tres mariposas pinchadas en un panel de “nosequé” y una nota escrita a ordenador con nueve dígitos y una frase que dice “Simón Bolívar llegó a Cochabamba”. Buen recuento para deducir que se estaba metiendo en un buen lío. Estaba metido en un buen lío. Cuatro días antes era un simple muchacho sin nada que hacer, sin un trabajo. Solo, abandonado, loco. Solo, muy solo. Y prácticamente todo desde que ella se había marchado. ¿Cúanto puede cambiar la vida en el periodo de tiempo que dura la ingesta de dos copas de whisky? De 360 grados hasta infinito.

- Seis. Siete. Cinco. Ocho. Tres…

Qué bien, Markus. Mariposas, números y una frase. Bendita la hora en que conociste a Rosales. ¿Estabas leyendo un libro de detectives? No. ¡No! ¡Estabas tomando un puto whisky! Destrozado, deprimido, obsesionado, perdido… borracho. ¿Los detectives piden whisky? Ni siquiera te habías leído ni una sola novela de Holmes o Dupin.

Y después Meandro. Y después su oportuna frase de seguir con los encargos. No iba a olvidarse fácilmente del que más tarde apodaría “Gran-Bibendum”. Y no iba a olvidarse porque de algún modo su nueva vida le iba a llevar a olvidar o recordar la parte más importante de su vida. Alicia. Pero esto aún no lo podía saber. Ni siquiera sabía si debía seguir con los encargos.

Bueno, tío, no hace falta leer novelas policíacas para adivinar que nueve dígitos suman un número de teléfono. Probaría primero con eso. De la frase se encargaría después, cuando pudiera echar mano del amigo “Google” que tan buenos ratos le hacía pasar. Cogió el móvil otra vez y marcó.

2008/10/29

On/Off (#06)


La calle estaba desierta. El calor agobiaba a Markus. Entró en Meridians y compró un sombrero. Se lo caló para proteger sus ojos del sol. Pero las sienes le seguían supurando líquido sudoroso salado con sabor a whisky. Dio un paso, dio otro paso. Pensó, dejó de pensar. Las ramas de los abedules caían otoñalmente formando candelabros brillantes de color ocre. Los zapatos le iban rozando el suelo. Las desgastadas suelas chocaban y movían, al compás de la ligera brisa, las hojas desparramadas por el suelo.

Me gusta esta calle. Siempre tan tranquila y tan solitaria y tan sinsentido. Hará tres o cuatro años. Llovía como si el mundo estuviera llegando a su fin. Lo recuerdo. Pero…¿Qué pasa? Soy idiota. No tiene nada que ver. Nada. Esto es diferente. Y nunca se sabe lo que puede pasar. Lavanda era un puto gilipollas. Y nunca me gustó, ni su puta cara ni sus malditos planes de mierda.

Miro en derredor. Nadie. Ni una maldita mosca. Nada. Sólo el viento soplando ligero, sofocante, agobiante, y las hojas moviéndose al compás que marcaba. ¿Por esta o por esta otra? Da lo mismo. Nadie a izquierda, nadie a derecha. Un escalón, dos escalones, tres escalones, cuatro escalones, muchos escalones. Abrió la puerta de la azotea. Tendales con ropas secas ondulándose. Polvo. Mucho polvo. Y pelusas enredadas. Y polen suavemente deslizándose como si de entes sobrenaturales, dotados de vida y energía propias, se tratase. Mucho tiempo sin limpiarse. Sí, mucho tiempo. Demasiado. Menudo lugar para dejar algo importante, pensó Markus. La azotea tenía forma geométrica de ele. Se acercó a la parte derecha. Nada. Pero en la izquierda vio una caja de casi un metro de altura, de vieja piel, negra, pegada contra la pared, ligeramente cubierta de polvo.

A Meandro lo conocí días después. Pocos, sí, pero días después. Iba enguantado, con un traje tweed algo trasnochado, zapatos marrones a juego con el cinturón, corbata a rayas y un hongo sombrero jaspeado. Pesaría cerca de ciento veinte kilos. En cada movimiento se le formaban ondulantes pliegues de grasa que ni Santa Teresa de Jesús y su magnífica bondad hubieran podido dejar de observar con atención. Su estatura no superaría la altura a la que cualquier persona mínimamente cabal colocaría su televisor para verla desde el sofá. Pero lo que realmente me llamó la atención fueron sus diminutos ojos escrutadores, que controlaban en todo momento la situación, tan altaneros que parecían provenir de otro cráneo diferente del que estaban incrustados.

- ¿Eres Markus?
- Sí.
- ¿Has traído el paquete?
- Sí.
- Sabía que podía confiar en ti. ¿Quieres una copa de whisky?

En ese momento Meandro se dio la vuelta, corrió con dificultad la silla, puso una mano sobre la pierna derecha para hacer fuerza y levantó su grasiento culo del asiento.

- ¿Y si lo acompañamos de un buen Habanito?

Lo que faltaba. Una mierda rebosante de grasa hablando como un maldito payaso. Pero Markus no quiso decepcionarlo y aceptó tanto el whisky como el puro.

- ¿Así que tu eres el famoso muchacho del que tanto se ha estado hablando?
- Eso parece.
- ¿Y bien?
- Y bien, ¿qué?
- ¿Que qué? – Meandro engatilló el Zippo, lo acercó cuidadosamente a la boca del puro, hizo clack, lo sostuvo unos instantes sobre la superficie del cigarro puro, aspiró fuertemente, retuvo el humo unos segundos, ni muchos ni pocos, y lo fue soltando poco a poco. Fumador experto, exacto, minucioso, pensó Markus - ¿Que si vas a seguir con los encargos?
- Nunca dejo un trabajo a medias – A Markus le pareció algo forzada su expresión, algo pretenciosa, incluso irritante, pero ya no había remedio –
- Muy bien, muy bien, sabía que podía confiar en ti.

Dio media vuelta. Se agarro los pliegues que su sudoroso pecho había ido formando en su camiseta para ver si corría algo de aire que pudiera relajarle. Paquete en mano fue bajando escalón tras escalón. Sentía las piernas pesadas y débiles. Un escalón, otro escalón, bueno, bueno, con los malditos escalones. El paquete no pesaba nada. ¡Pero qué ligero es!, pensó Markus. No se cruzó a nadie. ¡Pero qué bien! ¡Qué suerte que tiene este muchacho!

Pasó tres días con sus noches en el hotel Palace. No salió más que lo mínimamente imprescindible para mantener la cordura. Los nervios le agobiaban. Ni una llamada. Nada. Nada. Pero a eso de las diez de la noche de la tercera noche el móvil sonó. Lo que más le gustó no es saber que tenía que hacer con el dichoso paquete. Y al abrirlo pudo colmar sus deseos. Para su sorpresa. Menuda sorpresa. Cierto era que pesaba poco, pero, ¿esta mierda vale todo este artificio de las narices?, pensó Markus.

Tres mariposas disecadas. Vistosas, grandes, cuidadosamente clavadas en una extraña superficie, de diversos colores y tonalidades. ¡Pero si son mariposas! ¡Y muertas! A quién coño se le habrá ocurrido pensar que esto valía pasta. Pero luego vio una nota escrita a ordenador.

2008/10/22

On/Off (#05)


- ¿Tienes fuego?
- No, lo siento, no fumo, probablemente el camarero, o aquella señorita…
- Tampoco te gusta el whisky y te acabas de beber dos.
- ¿Perdona?

A ver, Markus. Habíamos quedado en que era el momento de despertarse, de dejar atrás las visiones y las conversaciones de dos cuando estás tú solo. Ahora te ibas a tomar unas copas, ibas a olvidarte de todo y mañana será el primer día de una nueva vida. Además, tú siempre hablas con chicas y a solas, así que no sé por qué intentas entablar conversaciones con tipos ciertamente oscuros. No estás tan borracho. Y además, sí fumas.

- ¿Hola?
- Sí, hola. Eso ya lo he dicho hace un rato.
- ¿Cómo sabes que no me gusta el whisky?
- Te he estado observando.
- ¿Cuánto tiempo?
- Veinte minutos, veintidós. Bebiendo whisky, probablemente demasiado temprano, probablemente demasiado solo, probablemente demasiado abstraído. He pensado que podrías ayudarme.
- ¿Y por qué iba a ayudarte?
- Luego yo te ayudaré a ti.

Bebió el último sorbo de martini, los últimos restos que quedaban junto a los hielos deshechos en el fondo del vaso, sacó un cigarrillo y lo encendió. Dirigió la mirada hacia la puerta mientras esperaba una respuesta. Markus miraba el fondo de su vaso mientras pensaba qué hacer. No tenía motivos para ayudar a un extraño misterioso, pero tampoco tenía otra cosa mejor que hacer. O eso o seguir emborrachándose.

- Y bien, ¿qué tendría que hacer?
- Subir al último piso de este edificio y coger algo que me pertenece. Yo te daré las llaves.
- ¿Y por qué no lo haces tú?
- Porque te estoy pidiendo un favor y te lo voy a devolver.

Y se lo devolvería. Markus no sabía de qué manera pero se lo devolvería.

2008/10/16

On/Off (#04)


Ojos rojos inyectados en sangre con las venas formando decenas de intricadas y sinuosas curvas e interminables bifurcaciones; párpados embolsados de rebosante líquido; enmarañados e hirsutos rizos de pelo resbalándole por las sienes; incipientes arrugas jalonando todo el rostro. Daba asco.

Me estoy volviendo loco. Poco me importa si alguna vez llegué a ser feliz. ¿Lo fui? ¿Realmente sentí ese halo de vituperante optimismo a que tanto hacen referencia los existencialistas esos de mierda con los que he perdido mi tiempo en el sofá? Poco me importa. Nada me importa. Menuda puta mierda debatirme en tonterías. Ella se fue. Si alguna vez me quiso o si solo quiso follar conmigo ya qué importa. Llevo días…¿Días? Semanas…sin poder comprender nada de mi mismo. Con lo grande que creí ser. Lo tenía todo, todo, al alcance de la mano.

Se estiró la camiseta. Salió a la tenue luz del crepúsculo en busca de un silencioso, oscuro y tranquilo bar en el que poderse tomar algo. Encendió un cigarrillo. Aspiró profundamente. Inhaló y exhaló varias veces seguidas el humo del tabaco formando figuras con las volutas que salían de sus labios.

- Whisky con agua, por favor.

A lo lejos el espeso humo se fundía con el del resto de la clientela. No muy numerosa a esa temprana hora de la tarde. Al otro lado de la barra un señor de gruesas gafas negras apuraba lo que quedaba de un Martini con limón. Tenía la mirada distraída, con la cabeza ligeramente mirando hacía el techo del local. Sus interesantes pensamientos probablemente estarían siendo lucidísimos gracias a los Martinis.

- ¿Diga?
- Otro de lo mismo, por favor. Bueno, no, pónmelo doble.
- Tiene sed, ¿eh?
- Si tuviera sed pediría agua o cerveza, ¿no cree?

Al camarero se le tensó el rostro y con las cejas enarcadas fue a por el whisky para servirle otra copa. Markus dirigía vagamente la mirada alrededor del local. No recordaba haber estado nunca allí. Pero poco a poco, en paralelo a la dilatación que el alcohol iba provocando en sus pupilas, se iba sintiendo más a gusto. Las piernas comenzaban a mostrársele más livianas y la pesadez que tanto las habían venido atenazando comenzaba a remitir.

Dirigió una mirada al rostro de una chica de pelo corto, largas piernas y grandes ojos que se hallaba sentada en una mesa con una copa cuyo contenido difícilmente podríamos deducir con el sólo sentido de la vista. Ella le dirigió una breve mirada. Parecía ausente. Sin embargo, a pesar de que desearía haber hablado con ella, fue el señor de gafas negras el que se le acercó.

- Hola.
- Hola.

Y aquí llegamos a la clave de la suerte o desgracia que por puro azar puede condicionar de forma definitiva la vida de una persona. Qué curiosos son los designios de la existencia. La vida de Markus iba a dar un completo giro. Pero uno sólo; de 360 grados, pero sólo uno. No como lo hace la peonza con un sinfín de ellos, pero sin saber con exactitud cuando dejará de hacerlo. Y Markus sin la menor idea de que esto iba a suceder… ¿Qué hubiese ocurrido sino se hubiera bebido casi dos Whiskys y sus ensoñaciones internas no le hubieran permitido o no hubiera, conscientemente, deseado decir “hola”?

On/Off (#03)

Fue a su habitación y abrió el armario. Bien, podríamos llamarlo un panorama desolador. ¿Cuándo fue la última vez que puso la lavadora? Revolvió un par de cajones, movió el montón de camisetas abandonadas y consiguió rescatar unos vaqueros, unas chanclas y un polo verde. Se miró en el espejo. Aceptable.

- ¿Qué tal?
- ¿Qué tal qué?
- ¿Qué tal me ves? ¿Estoy guapo? ¿Podría ligar con la primera o la décima tía que me cruce en el bar? ¿Debería hacerlo?
- ¿Cómo?
- ¿Cómo? ¿Cómo que cómo? ¡Joder, tía! ¡Estoy harto de tus preguntas! ¡Joder! No sabes hacer más preguntas? ¿No sabes componer frases? ¿Cómo, qué, qué tal? ¿No puedes preguntar por mi vida? ¿No te interesa lo que me está pasando?

No, claro que no. A ver, tío, es evidente. ¡Llevas una semana hablando solo! Y tú ya sabes lo que te pasa, así que no hace falta que cambies tu tono de voz para preguntártelo. Estás solo. ¡Solo!. Ella se ha ido. Es el momento de asimilarlo y dejar de hacer el idiota. Espabila.

Se miró en el espejo.



2008/10/09

On/Off (#02)


-¿Cómo?

¿Y qué otra cosa podría ofrecerle? La nevera tan vacía como siempre. Bueno, no. Ya había caído líquido casi traslúcido en la primera bandeja. Se había ido deslizando por debajo de los botes precocinados. ¿Dos? ¿Tres días? No sé; ni me importa. Pero lo cierto es que el proceso de descomposición de la sandía habría empezado tiempo atrás. ¿Por qué se descompondrán las cosas? ¿Por qué nada dura? En fin...

- ¿Que si te apetece tomar alguna cosilla? O, mejor, ¿qué tal si salimos y nos tomamos unas cañitas por ahí?
- Venga.
- OK, dame un minuto que me pongo algo.

2008/10/08

On/Off



- Sí, como los botones de una minicadena, de una televisión, de un reproductor de DVD, de unos altavoces, de un ordenador, de un despertador, de un ventilador, o como el clic de un bolígrafo, de un corchete, de una cerradura... Ahora bien, ahora mal, ahora encendido, ahora apagado, ahora triste, ahora contento, ahora funciona, ahora no.
- ¿Cómo?
- Nada.

Abrí la nevera y cogí una cerveza. En estos momentos uno se daba cuenta de que todo resultaría más fácil si te gustara el whisky. Sí, si te gustara el whisky tendrías una botella de whisky en el armario. No, quizá si trabajaras en una buena empresa tendrías una botella de whisky de cada cesta de Navidad en el armario…¡Si te gustara el whisky tendrías diez tipos de botellas de whisky en el armario! Y entonces llego yo y sólo me gusta el vino. Está claro que no estoy preparado para un revés.

- ¿Quieres tomar algo? No sé… ¿una cerveza o algo?