2008/11/27

Lápices (#02)


Todavía se acordaba de aquel libro que le había regalado su tío Constantin el día de su décimoquinto cumpleaños. Tenía nada menos que 512 páginas; desde el primer día que lo tuvo en sus manos, todos los días lo hojeaba y llegaba hasta la última; 512, pensaba Lencit, las mismas que ayer, en vacaciones me lo leeré, 512, igual que el lunes pasado, puede que lo empiece este fin de semana. Dos meses más tarde Lencit se decidió: se sentó en el sillón del recibidor y bajo la luz amarillenta de los otoños de Cotouvre apoyó el libro en su regazo y leyó el título: “Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo”. Una curiosa coincidencia, pensó mientras miraba a través del cristal roto de su ventana.

Obedeciendo a su característica curiosidad, echó un vistazo al resto del vagón. Un par de asientos libres allí, otro allá, tres más a la izquierda… Tras la parada en Lyon estaba prácticamente repleto y sus pensamientos se veían adornados por un débil murmullo. Personas absortas en sus asuntos, ésa fue su primera impresión. Después, se detuvo un poco más en sus rasgos: había caras nerviosas, venosas, dentadas, aovadas, la mayoría aciculares y alguna que otra verticilada. Y una cosa estaba clara: Lencit era un apasionado de su trabajo y a ello se dedicaba en cuanto encontraba ocasión.

La primera cara acicular que recordaba era la de la señorita Eugénie. Fue su profesora de Biología en Secundaria y a ratos, aún se acordaba de ella. Con su pelo de color trigo sujeto en un moño, su bata blanca y sus tizas de colores. La recordaba diciendo “nutrición, relación y reproducción”. Sonrió y se la imaginó viviendo en el campo rodeada de todos sus queridos seres vivos. Sonrió y acompasado por sus recuerdos se quedó dormido.

Notó unos suaves golpecitos en el hombro. “Señor, señor... ya hemos llegado a Chámbery”. Cuando abrió los ojos se encontró a un muchachito de unos 12 años. Aún adormecido se lo agradeció y le regaló un lápiz. Uno especial, de los diez que había comprado en su primer año en la Universidad de Lyon, uno de los que más le gustaban porque tenía una mina muy blanda que hacía que los dibujos aparecieran solos en el papel.

Suspiró, recogió sus pertenencias y se apeó del tren.

2008/11/18

Lápices



Las nueve y un minuto. Llegada estimada a la estación de trenes de Chámbery a las doce y dos minutos. Aún quedaba tiempo. Apuró el café con leche. Pagó dos francos a la camarera de la cafetería del tren. Quédese con el cambio, por favor, le dijo Lencit. Se guardó el periódico del día anterior bajo el brazo, dio media vuelta y se dirigió a su vagón. Estiró, mientras caminaba con torpes movimientos provocados por el traqueteo que la fricción de las ruedas del tren provocaban en su desplazamiento por los raíles dispuestos a tal efecto, el cuello y la espalda que, tras haber dormido casi siete horas en encorvada postura en la litera de su vagón, se le habían quedado el uno dolorido, la otra entumecida, notando en su movimiento arrítmico cada una de las vértebras de su espalda. Se acomodó en el sofá –ya habían arreglado los vagones y deshecho las literas- y se alegró de la suerte de que nadie en ese momento estuviera en su vagón. Estarían desayunando. O lavándose. O estirando las piernas. O fumando unos cigarrillos. Daba igual, completamente igual, el caso, es así, de hecho, que estaba sólo y podría disfrutar un rato íntimamente de su trabajo.

Muchos de ellos los había comprado Lencit. Unos en viajes, otros por catálogo, algunos en tiendas. También le habían regalado muchos. Aunque lo que realmente le gustaba era adquirirlos a él. Disfrutaba inquiriendo en las tiendas, en los lugares más remotos en los que podría encontrar el modelo indicado, aquél que todavía no tenía, aquél que poseía una cualidad determinada o, simplemente, aquél que le apetecía en ese momento adquirir. Nunca compraba compulsivamente. Rara vez más de una o dos unidades por compra.

De grafito, de acuarela, de grasa, de crayón, de carbón de leña, borrables, con goma de borrar en la parte superior, de colores, de rallado negro, estenógrafos.

A sus cuarenta y dos años su cuaderno de anillas de papel satinado, le había acompañado por todos los lugares por los que había estado realizando sus trabajos. Investigaciones de campo de todo tipo de hojas. Había recibido varios premios y galardones por su contribución a la taxonomía del mundo vegetal. Hojas aciculares, trasovadas, perfoliadas, escotadas; nomófilos, antófilos. Todo había quedado plasmado en su cuaderno. Dibujos y fotografías acompañadas de las pertinentes anotaciones técnicas y profesionales en aplicación de sus conocimientos sobre biología y geología.

2008/11/14

On/Off (#10: Off - fin)


Qué bonita. Dos listones de madera unidos con otro en la parte trasera, a modo de sustento de la estructura, dispuesto oblicuamente, del que pende la cuerda que sujeta el delicioso metal bien afiladito. Sesenta kilos de afilado metal. Bueno, no sé, la verdad es que serán sesenta kilos o vete tú a saber. Pero el metal bien afiladito. Algunas incluso tenían una pequeña silla en la que poder sentarse antes de recibir el impacto. De madera, claro. Sólo faltaba que estuviera forrada con una suave y acolchada tela. Pero eso ya sería la hostia; pedir demasiado. Un aparato muy romántico ¡Pero qué jodídamente buenos eran los franceses inventando cosas! Pero, claro, ya, ya, ya. No puedo conseguir una ¿Y si me llevara una de un museo? Imposible; pero qué gilipolleces se me ocurren. El Gran Markus está espesito hoy. Con lo bonito que está el cielo. Este aroma que penetra por los poros de mi piel. Hacía tiempo que llevaba esperándolo, aunque sólo sea para poder disfrutarlo por última vez. Deliciosa brisa, temperatura ideal, da gusto ¿Y si sobornara al vigilante de un museo que tuviera un buen ejemplar? Menuda mierda, encima estoy sin un céntimo. Nada.

Markus había estado deseando desde hacía doce larguísimos años terminar con este asunto. Pero no le valía cualquier manera. Tenía que ser a su salida de la cárcel. Quería purgar todas las culpas, todos los malos actos, las necedades de su vida, toda su fútil grandilocuencia. Y ello sólo lo pudo conseguir tras doce años de penitencia y castigo. Era eso. Pero ahora era feliz.
¿Y si me hinchara a comer hamburguesas? Sí, eso haría, comer, merendar, cenar unas deliciosas Big King o Doble Cheeseburguer o Doble Wooper. Todo tamaño XXL, claro está. Con gran cantidad de patatas fritas y todo bien regado de las deliciosas salsas. También tendré que comerme todos los postres, Sandy, Bownie, tartas. Y las ensaladas ¡Prohibidas! No volvería a comer lechuguita en toda su vida ¡Joder! ¡Esto me puede llevar semanas! Y encima no tengo pasta. Nada.

Había hablado alguna vez con Alicia. Desde la cárcel y una última vez al salir. Varias asépticas visitas. Se había casado con un muchacho decente, camionero de profesión. Pasaba largo tiempo fuera de casa, que era lo que a ella le gustaba, tiempo para sí, mucho tiempo, pero alguien cercano con quién sentirse protegida. Yo nunca pude hacer eso ni estar a la altura. Y cuanto más manipulable, mejor. Podía matarla, y a su marido, y a sus hijos, si es que los tuviera. No. Eso pertenece a mi vida pasada. Ya he purgado todos mis malos actos. De ahora en adelante seré un buen muchacho. Bueno…en las próximas horas.

¿Hacerme adicto a las drogas? Demasiado tiempo ¿Inyectarme aire en las venas? ¿Cómo? ¿Ponerme delante de un tren? No quiero provocar un descarrilamiento ¿Llenar la bañera de agua y tirar el secador de pelo encendido? Necesito ayuda y quiero hacerlo sólo ¿Aventarme desde un puente? Uhmmm ¿Ahorcarme? Poco romántico, demasiado vulgar ¿Irme a una montaña en bermudas y esperar a que se me congelen los miembros y todo el tejido cerebral? Menuda idea de mierda. Markus, estás espesito hoy, sí.

San Bernardo. Gran Vía, giro a la derecha. Plaza España. Recuerdos, nostalgia, añoranza de tiempos mejores por estas calles. Fin de Plaza España. A la derecha, sí, por aquí era. A ver si tengo suerte. Bailén. Diez minutos. Casi veinte minutos. La recordaba más cerca.
Era las seis y treinta y siete minutos. La misa estaba en mitad de una lenta letanía. Siempre le había gustado: La Almudena, su majestuosidad, sus grandes dimensiones, esa imponente presencia en medio de la ciudad. Como él lo fuera en otro tiempo. Hacía ya mucho tiempo, demasiado tiempo para una vida finita. Se sentó en uno de los últimos bancos, a cierta distancia del feligrés más próximo. Se arrodilló. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre ¡Coño, todavía me acuerdo! Rezaré un Padre Nuestro y un Ave María. No, rezaré varios. Hasta que acabe la misa. Un último acto de contrición nunca está de más. Así me quedaré tranquilo ¿Y si me confesara? Markus, Markus, tampoco te pases. Una cosa es quedarte a gusto contigo mismo y otra hacer el panoli.

Qué curioso. Por fin esos libros que tantas veces leí y releí me aportan claridad a mi situación. Como Hemingway, Virginia Wolf, Maupassant, London. El suicidio como forma de fracaso, locura o lucidez. La alquimia de la existencia. La razón de Nuestro Señor: no hay creación sin destrucción. Mírales que majos. Y yo acabaré como ellos, el Gran Markus.

Las eligió de todo tipo. Aún le quedaba algún amigo que lo pudiese ayudar en estas sus últimas horas de tristeza y felicidad. Amarillas, rojas, azules. Transilium, Cloracepan. ¡Qué buena pinta que tienen las condenadas! Se tumbó en la cama del piso en el que vivía hace mucho tiempo ya, cuando era el Gran Markus. Al menos eso le quedaba. Es así. Al menos eso le consolaba. No quiso pensar qué hacer con el piso, sus libros, el material discográfico y demás pertenencias afectivas. El efecto comenzó por las piernas. Fue subiendo por el tronco y en menos de cinco minutos empezó a adormilar el cerebro. Depresión respiratoria, hipotensión aguda, rigidez estomacal, coma, muerte Qué paz. Qué descanso, pensaba Markus. El Gran Markus. Le encontrarían tieso y frío, pero con una gran sonrisa en la boca. Puede que saliese en la portada de los periódicos ¿Puede? ¡Seguro! Del Gran Markus la gente no se olvidaría tan rápidamente.


2008/11/11

On/Off (#09)


Tráfico ilegal de mariposas. Mariposas bolivianas pinchadas sobre un tablero, secas, sin poder moverse, sin ser lo que habían llegado a ser. Como él. Las comidas, las partidas de mus después de comer, los partidos de fútbol, las clases de teatro… No, lo peor de todo era sentirse solo. Por la noche dar vueltas y más vueltas, en la cama y dentro de su cabeza.

El Gran Markus Fernández, ¿no lo conoces? Todo el mundo ha oído hablar de él. Siempre va así, con su sombrero, con la cabeza bien alta. Todo el mundo le mira, le mira, le vuelve a mirar y piensa, ¡Pero si es el Gran Markus! Importante, respetado, conocido en todo establecimiento que se precie, siempre rodeado de personajes influyentes, siempre con hermosas señoritas… Así era. Así fui: el Gran Idiota Fernández. Por lo menos dejé la gabardina y los zapatos y me volveré a colocar vaqueros y zapatillas como cuando era un mediocre. Un mediocre que estaba fuera. ¿Y ahora qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer aquí dentro?

Aquella noche había niebla. Había quedado con el Gran-Bibendum para tratar un nuevo asunto. No le había vuelto a ver. Por lo visto, nunca apareció, debió de ir con sus soplones a tomarse unas copas mientras celebraban que habían cazado al incauto de Markus. Pobre muchacho, hacía un buen trabajo, diría Meandro; ahora sí que hará un buen trabajo cargando con el muerto, dirían sus marionetas; nunca mejor dicho, diría el gran él. O cualquier cosa parecida.

- Hola, Markus…
- Hola.
- ¿Qué has hecho contigo?
- Da igual. No te preocupes. Siempre he sido una mierda. Un poco más de mierda no pesa. Además, ya era una mierda antes de que te marcharas. Supongo que por eso desapareciste.

2008/11/06

On/Off (#08)

- Hola, soy Markus.
- Hombre, Markus, ¿Qué tal te va?
- No me puedo quejar.
- Sabía que me volverías a llamar. Eres un tipo de fiar.
- Eso creo.
- ¿Qué tal si quedamos en Montoro para tomar un copa y charlar un rato?
- Perfecto.
- Pues estate allí a las seis. En la terraza.
- Allí estaré.

Faltaban tres horas para las seis. No había comido. Bajó por la calle de San Antonio y cruzó hacia Quevedo. Probó en Vips, pero estaba lleno. Avanzó por Fuencarral hasta el Rey de los Tallarines. Pidió mesa. Cuarto de hora, le dijo el encargado.

- Una cerveza, Emiliano, por favor.
- Hace mucho que no te dejas caer por aquí. ¿Todo bien?
- Sí, Emiliano, he estado ocupado.
- Tú nunca estas muy ocupado, Markus.
- Pues ya ves, ahora sí.
- Ya me han contado lo de Alicia, así que no pregunto por ello.
- Mejor. Gracias.
- ¿Vienes a comer?
- Acabo de pedir mesa. Cuarto de hora me ha dicho el chico de la entrada al comedor.
- ¿Pero cómo? ¿Por qué no me lo dijiste al entrar? Pareces nuevo, Markus. A Arturo lo hemos contratado hace poco. Llevará un mes.
- Tendré que venir más a menudo –Markus sonrió y provocó una sonora risa en Emiliano. Siempre se habían entendido a la perfección. Se conocían desde mucho tiempo atrás.
- Ahora mismo lo soluciono. Pero hombre, ¿cómo no va a haber una mesa libre?
- Tranquilo, Emiliano. Prefiero esperar. No tengo ninguna prisa y me vendrá bien tomarme tranquilamente esta cerveza – mientras decía esto ya prácticamente había vaciado el botellín.
- Toma, ésta invita la casa.
- Muchas gracias, Emiliano.
- Faltaría más. A ver si así te animas a venir más a ver a tu amigo Emiliano. Que los amigos están para eso.
- Prometo volver pronto, de verdad.

Markus agarró el botellín y pegó un largo sorbo del gollete.

Comía mientras leía el periódico. No le gustaba entablar conversaciones superfluas. Unos tallarines, una líneas. Siempre le había gustado comer así. Incluso cuando vivía con Alicia. Ahora lo hacía por necesidad, como modo de evasión. Demasiadas cosas en la cabeza. Pagó la cuenta. Departió un poco con Emiliano y salió a la soleada tarde. Se ajustó el sombrero. Se había convertido en indispensable. Se sentía más seguro con sombrero. Más importante. El importante Markus. Markus Fernández. Sería respetado. Se acabó eso de ir con la cabeza gacha. El gran Markus Fernández. A partir de ahora iría con la cabeza bien alta. Miraría con fijeza a los ojos de la gente y él, el Gran Markus Fernández, no la desviaría el primero. Has oído hablar de Markus, se preguntaría la gente. Pues claro, como no le voy a conocer. Todo el mundo ha oído hablar de él.
Siguió por Fuencarral y entró en una cafetería a tomar el café. Con hielo, Bayleis y bien frío. Lo tomó a sorbitos, como lo hace la gente con clase, con tanta clase como él, como el gran Markus. A las seis en punto llegó a la terraza. Meandro estaba esperando. Tenía un cocktail a medio beber.

Iba con un traje oscuro, enfundado en una gabardina marrón claro. Los zapatos no demasiado brillantes ni limpios, prefería pasar lo más inadvertido posible. La cita era a las diez de la noche. A esa hora la calle estaría vacía. Ni un alma. Más me vale que sea así o estaré bien jodido, pensó Markus. Se apostó en la esquina del Doolitle. Esperó. Se encendió un cigarrillo. Cuatro profundas caladas y al suelo. Estaba nervioso. Demasiado nervioso para hacer el trabajo correctamente. Tranquilízate Markus. No tienes que tener miedo de nada. Estate tranquilo. Eso, así, así, así, mejor. Otro cigarrito. Venga, ánimo, Markus, eres grande. Tenía la Ruger calibre 9mm Parabellum en el bolsillo. Seis balas. Esperaba no tener que hacer uso más que de una. Dos en el peor de los casos. Había estado entrenando, pero claro, el muñequito de cartón no es lo mismo que un tipejo de carne y hueso.
El humo surgió cálido del cañón formando volutas hacia arriba y fue deslizándose lateralmente hacia la izquierda por el impulso del viento. No le tembló la mano. Un certero disparo en la frente y faena finiquitada. Como un torero. Sí señor. Como el gran Markus Fernández que era. Trozos de sesos se habían esparcido por toda la pared. Se deslizaban suave y humeantemente hacia el suelo.

Markus se sentó y pidió una cerveza. No quería un cocktail. Sabía que el tema era importante y tenía que estar atento. Nada de alcohol fuerte.

- Las seis en punto. Así me gusta. Es una de las primeras cualidades que observo en la gente con la que trabajo. La puntualidad. Ni antes, ni después, a la hora. Ése es mi lema, Markus.

El Gran-Bibendum ofreció un puro a Markus que rehusó. Bebieron.

- Haces bien. Este maldito vicio me va a matar. Yo ya soy viejo, pero tú, Markus, te tienes que cuidar. Tendrás que llegar a mi edad, esperemos.

Markus sentía repugnancia por aquel soberbio viejo, gordo y asqueroso. Pero era el jefe. Y menudo jefe. Así que a reírle sus malditas gracias. ¡Qué remedio!

- Llevas tiempo trabajando para mí. Bueno, no demasiado. Pero estoy muy contento contigo. Apuntas buenas maneras. Ya es hora de dar el salto definitivo. Vas a ganar mucha pasta, muchacho.
- Haré lo que me encargue.
- Sabes que mi tiempo vale dinero. No me gusta malgastarlo. Así que iré al grano.
- Como usted quiera.
- La cosa es sencilla.
- Usted dirá.
- ¿Te acuerdas de aquél que te encontraste en Irrigorri, Rosales? El que te encargó que recogieras un paquete. Sí, el de las mariposas, ese paquete y ese tipo, sí. Pues bien, me está dando problemas. Demasiados problemas. Necesito que te lo cargues. Yo te diré cómo, cuando y dónde. De eso no te preocupes. Tengo todo coordinado para el que el trabajo sea limpio. Es un tío muy metódico, por si no te habías dado cuenta. Siempre toma sus copas en los mismos lugares. Come y cena en los mismos sitios. Sale y entra en su casa a la mismita hora todos los días.

A Markus se le heló la sangre. Contuvo el rictus de su cara para minimizar el impacto que en su rostro le había provocado la noticia. El encargo, maldito encargo. Estuvo meditando unos segundos. La sangre le recorría las arterias del cerebro a toda velocidad. Se le subió el cocktail que no había pedido. Menos mal, pensó. Lo haría. Ya todo le daba igual. Menos una cosa. Y si quería seguir siendo el gran Markus, el tipo al que todo el mundo conocería y respetaría, el tío que tendría que rechazar a chicas por no poder dar abasto, tendría que realizar el encargo. Mucha pasta. Mucha más de la que nunca había tenido. Y mucha más pasta por venir. Claro que haría el encargo. Al fin y al cabo seguro que ese tipejo se lo había buscado.


2008/11/03

On/Off (#07)

- Seis. Siete. Cinco. Ocho. Tres…

Tres mariposas pinchadas en un panel de “nosequé” y una nota escrita a ordenador con nueve dígitos y una frase que dice “Simón Bolívar llegó a Cochabamba”. Buen recuento para deducir que se estaba metiendo en un buen lío. Estaba metido en un buen lío. Cuatro días antes era un simple muchacho sin nada que hacer, sin un trabajo. Solo, abandonado, loco. Solo, muy solo. Y prácticamente todo desde que ella se había marchado. ¿Cúanto puede cambiar la vida en el periodo de tiempo que dura la ingesta de dos copas de whisky? De 360 grados hasta infinito.

- Seis. Siete. Cinco. Ocho. Tres…

Qué bien, Markus. Mariposas, números y una frase. Bendita la hora en que conociste a Rosales. ¿Estabas leyendo un libro de detectives? No. ¡No! ¡Estabas tomando un puto whisky! Destrozado, deprimido, obsesionado, perdido… borracho. ¿Los detectives piden whisky? Ni siquiera te habías leído ni una sola novela de Holmes o Dupin.

Y después Meandro. Y después su oportuna frase de seguir con los encargos. No iba a olvidarse fácilmente del que más tarde apodaría “Gran-Bibendum”. Y no iba a olvidarse porque de algún modo su nueva vida le iba a llevar a olvidar o recordar la parte más importante de su vida. Alicia. Pero esto aún no lo podía saber. Ni siquiera sabía si debía seguir con los encargos.

Bueno, tío, no hace falta leer novelas policíacas para adivinar que nueve dígitos suman un número de teléfono. Probaría primero con eso. De la frase se encargaría después, cuando pudiera echar mano del amigo “Google” que tan buenos ratos le hacía pasar. Cogió el móvil otra vez y marcó.