2008/12/28

Lápices (#05)

Datie era una suerte de polimorfismo adquirido gracias a mutaciones genéticas y a manipulaciones deliberadamente injertadas e inoculadas en laboratorio. Abott llevaba experimentando desde hacía años; lo mismo que Albertis e Inda. Pero Otsuka era la que había conseguido llevar los experimentos más lejos.

Yanimoro, amigo de Thierry desde hace casi dos décadas, había mantenido contactos recientes con éste. Al igual que ahora Lencit quedaría pasmado, patidifuso, atónito y con un rictus de ligera incredulidad ante la información que acababa de recibir, así quedó Thierry hace ya más de un mes cuando procesó la misma información.

Otsuka había dado con una fórmula para solucionar el problema del VIH. La inoculación de una sustancia orgánica de la hoja del estramonio en la superficie de la gp41 –glicoproteína transmembrana, como se la conoce en términos médicos- y su reinoculación en el estramonio originario, provocaba, nuevamente inoculada en el organismo infectado, tras un proceso controlado químicamente, un bloqueo del mecanismo de expansión y desarrollo del virus y, por increíble que parezca, generaba un efecto contrarío en dicho organismo que hacía desaparecer la enfermedad en escasas semanas. Era el fin de los retrovirales.

Había sido testado en una muestra reducida en dos zonas muy concretas, tratando de analizar las diferencias que otros agentes externos pueden efectuar sobre la evolución del tratamiento. Simultáneamente se utilizó en la zona septentrional de Djibouti y en un pequeño poblado de Valparaiso, en Chile. Los resultados, en cuatro semanas, no podían haber sido mejores. Todo controlado y desarrollado en estricto secreto por los laboratorios Otsuka.

Yanimoro era el jefe de transmutación en la planta de Djibouti. Decimos era, porque hace tres meses abandonó los experimentos y salió en un vuelo clandestino con destino Francia con una muestra de estramonio tratado. Su incapacidad de afrontar los hechos por sí mismo, ante la fuerza de la farmacéutica, hizo que contactara con Thierry, de la misma forma y por los mismos motivos por los que ahora Therry se estaba tomando una absenta con Lencit.

La planta inoculada, tras unos meses de actividad física normal, la estándar para el estramonio, había cambiado su fisonomía dando lugar a unas estructuras helicoidales altamente tóxicas y mortales. En concreto, las hélices generan unas esporas que en contacto con un organismo vivo y siempre por la noche, generaba una especie de vaina alrededor del organismo. Por la mañana el ser vivo ya no lo era. Tenían que afrontar el problema pero no sabían cómo. Demasiado dinero, poder político e interés militar quedaba al amparo de estos tres científicos. Todos los premios de Lencit, todos los doctorandos de Thierry, todo el curriculum de Yanimoro, todo ello parecía ser muy insuficiente para dar solución al problema.

Cuando salieron del bar se habían bebido casi una botella de absenta. Las ojeras de Thierry olían a licor y, en corto periodo de tiempo, no parecía que fueran a disminuir de tamaño y volumen. Las piernas de Lencit estaban rígidas. Había que analizar YA a Datie, aunque no se podía hacer a la idea de que esta planta, que tanto le había fascinado, ésta loca de la naturaleza, lo iba a ser por motivos tan diferentes y que escapaban a su normal entendimiento.



2008/12/18

Lápices (#04)


Una de sus pequeñas manías consistía en comprar la prensa local en cada viaje; así lograba estar informado de todo y sí, guardaba un ejemplar diferente de cada diario junto a las cajas de lápices: un New York Times por aquí, un Corriere della Sera por allí, era un coleccionista en potencia. Pasaba páginas a la vez que pegaba pequeños sorbos del delicioso café au lait que servían siempre en el Café Bertrand, a la vez que hacía garabatos con un lápiz demasiado afilado (detestaba los de dureza superior a 2H) sobre una servilleta impermeable, a la vez que miraba en derredor cada 10 segundos en busca de unos ojos amigos.

Acostumbraba a ver a Thierry de 2 a 4 veces al año desde que dejaron la Facultad, aunque mantenían una relación más o menos constante en la distancia, discutiendo sobre diversos estudios, problemas, teorías de las que se ocupaban en cada momento. Lencit se había decantado tempranamente por la Taxonomía y una vida algo errabunda, mientras que Thierry vivía en Chambéry, y compatibilizaba sus investigaciones en el campo de la Ecología con la docencia en la Universidad de Savoie. Sus encuentros siempre comenzaban en el Café Bertrand y eran monotemáticos y monótonos, profesionales y técnicos, pero esta vez Lencit estaba impaciente.

Cuando llegó Thierry con Datie, le dio un toque en el hombro y se sentó a su lado. Encontró a Thierry muy desmejorado, ojeroso, despeinado, desmadejado, delgado, nada acicalado, como si fuese el último día después de un mes sin dormir, con una preocupación rondando en círculos concéntricos alrededor de su pelirroja melena. Después de meses de largas conversaciones telefónicas habían decidido comenzar una investigación común y Lencit ya tenía ganas de conocer a tan especial ejemplar. Observar, tocar, dibujar, escuchar, sentir. Datie, así la llamaba él, era un ejemplar de Datura stramonium o higuera loca, uno con unas peculiares características y Lencit sentía un gran interés por ella, por la planta chiflada.

Llevaba años queriendo sin querer adentrarse en el mundo de las plantas peligrosas. Llamó al camarero y pidió dos vasos de absenta.


2008/12/12

Lápices (#03)

Una veintena de personas, enfundadas, con banderas, banderines, haciendo un gran estruendo con el aire que con virulencia exhalaban sus henchidos pulmones, con tanta potencia como el Gilberto o el Katrina, vistiendo camisetas y demás atuendos del Lyon, le impidieron, momentáneamente, la entrada en el café Bertrand.

Sentado en una silla de madera, con el café emitiendo vapor con olor amargo y mientras ojeaba el periódico apoyado en la mesa de madera, con un cigarrillo a medio consumir, con la ceniza ya muy larga y aún adyacente al resto del cigarrillo, que estaba apoyado en una de la cuatro ranuras del cenicero de madera que estaba sobre la mesa, de madera, se acordó de su tío. Los restos de Constantin no fueron sepultados en Westminster. Su cuerpo no se ajustó al darwinismo social ni contribuyó a la mejora de la especie humana. Sus músculos fueron paulatinamente paralizados por una suerte de atrofia proteica que lo postraron en una silla de ruedas en menos de dos meses. Sus huesos se partían y se astillaban por todos los lados formando mondadientes afilados. Era un optimista por naturaleza. Un lechoso líquido a base de cicuta terminó con sus días. Lencit nunca supo (o quiso saber, esa dicotomía es algo sobre la que el narrador poca claridad puede aportar) si fue su madre, Anne, quien le dio el brebaje, o si Constantin tuvo una suerte de magia efímera, última, senescente, súbita, que le permitió erguir el brazo lo suficiente como para echárselo al coleto como esos tragos de Absenta que tanto calor corporal le provocaron durante toda su vida. Constantin amaba la vida y la vida amó a Constantin. Sus últimas semanas en el ocaso de su vida no cuentan. No queremos que cuenten. Y creemos que Lencit estará de acuerdo con nosotros.

Los senderos físicos e interiores de Lencit, es posible, ciertamente probable, que hayan sido condicionados y que su exegesis sea explicable por el deseo de conocer los posibles tratamientos médico sanitarios derivados del zumo de la cicuta. Dudo que lo sepamos nunca. Lencit no ha querido respondernos a este interrogante. Es algo que se reserva para sí, nos ha dicho. Yo así lo creo; no sé lo que opinarán el resto de mis colegas.

Consantin, el modelo, el halo de inspiración, según hemos querido concluir en nuestras hipótesis de investigación, el eremita, fue una celebridad, una deidad, un mito oriental, aunque solo lo fuera, en realidad, para Lencit.

Veámoslo a través de un día cualquiera. A las siete de la tarde entraba en Lorries, un local bastante grande, creado a principios de siglo, muy naïf, por donde muchos artístas, tanto incipientes como reputados, han pasado a tomar café. Pues bien, decíamos, que Constantin entraba en Lorries, siempre a las siete en punto. Se sentaba en la mesa de la esquina, en “su” mesa. Depositaba el maletín, negro, pequeño, de cuero, con varios compartimentos, que lo acompañó durante tres décadas, en la mesa de madera, con, como pueden ustedes imaginar, una sola silla de madera. Sacaba una larga vela que encendía con un fósforo y llamaba al camarero y pedía un Absenta. Extendía un libro que acercaba a la vela, porque no podía leer con otra luz que no fuera la emitida por las velas Vallinjov, y leía; siete horas. Hasta la hora de cierre.

Al principio llamaba la atención, ese crápula, trasnochador y múltiplemente soñador. Con el tiempo la gente se acercaba al bar sólo para ver su rala melena, esa barba que nunca debió conocer barbero alguno, y esa pipa de madera echando humo en volutas de diversas formas. El local cada vez congregaba a un mayor número de curiosos. A los cinco meses le ofrecieron a Constantin un salario, temiendo que en cualquier momento decidiese no volver nunca a sentarse en su mesa. Así, pues, se convirtió en la única persona que recordamos se le pagara por leer para sí misma. Muchas personas se le acercaban a preguntarle cosas, a pedirle autógrafos o a curiosear qué estaba leyendo, más nunca dio muestras de ningún tipo de sociabilidad.
No se le conoció mujer o romance alguno. Muchos rumores sobre visitas furtivas al barrio de las putas circulaba por la ciudad. No creo, no creemos, perdón, que fueran ciertas.

Nunca se le vio comer bocado alguno. Tal y como hemos deducido de nuestras investigaciones, tratando de aportar claridad al caso Constantin, tan necesaria para la presente narración, diremos que era practicante del ayuno perpetuo. Un artista del hambre, un K en grande mayúscula.

Pero, tratando de no aburrirles más describiendo la mayor de las influencias en la vida de Lencit, seguiremos con el propio estudioso del mundo vegetal. Lencit, pues, estaba ojeando el periódico apoyado sobre la mesa de madera.