2009/01/21

Lápices (#06)



Sebastián vivía en Barcelona. Su trabajo como médico en el Hospital Vall d’Hebron le dejaba poco tiempo para sus estudios sobre combinaciones de medicamentos antivirales y fármacos estimulantes del sistema inmunológico, pero en ellos se encontraba inmerso el día que recibió la quinta misiva, el quinto sobre sin remitente.

Observó el sello impreso sobre el papel amarillento y arrugado del sobre, ésta vez Brasil, y suspiró. Se arrodilló junto a la estantería del estudio y abrió el baúl, de donde sacó una de las cajas metálicas que había tomado prestadas y guardó la carta sin abrir. Se sentó en una de sus butacas de escay y recordó.

Aquel verano iba con su padre Julián y su madre Emilie a Lyon a pasar unos días con su tío. Llegaron en el primer tren de la mañana y pretendían dar una buena sorpresa al incesante investigador, que llevaba varias semanas encerrado en su apartamento de la Rue de la Croix-Rousse. Sebastián subió las escaleras todo lo rápido que le permitían sus 16 años y llegó jadeante al cuarto piso, empujó la puerta entreabierta y vio el gran espectáculo. Una jungla de tallos y hojas secas, un espacio infranqueable.

Meses después su madre lloraba, su padre la consolaba, su tío no aparecía, la Police Nationale lo dio por muerto, Sebastián recogió sus cajas de lápices y sus cuadernos de investigación y se los llevó. Dos años después empezó a estudiar Medicina.

Lencit, el modelo, el halo de inspiración, según hemos querido concluir en nuestras hipótesis de investigación, el eremita, fue una celebridad, una deidad, un mito oriental, aunque solo lo fuera, en realidad, para Sebastián.

Y 16 años después empezaron a llegar las cartas, una cada semana, cada una desde un lugar del mundo diferente. Cartas con dibujos, con fragmentos de fórmulas, con mensajes indescifrables. Sentado en la butaca, observó el billete de avión comprado la semana anterior, decisión fruto de la lectura del cuarto escrito. Barcelona-Yacarta en busca de Yanimoro.