2008/12/12

Lápices (#03)

Una veintena de personas, enfundadas, con banderas, banderines, haciendo un gran estruendo con el aire que con virulencia exhalaban sus henchidos pulmones, con tanta potencia como el Gilberto o el Katrina, vistiendo camisetas y demás atuendos del Lyon, le impidieron, momentáneamente, la entrada en el café Bertrand.

Sentado en una silla de madera, con el café emitiendo vapor con olor amargo y mientras ojeaba el periódico apoyado en la mesa de madera, con un cigarrillo a medio consumir, con la ceniza ya muy larga y aún adyacente al resto del cigarrillo, que estaba apoyado en una de la cuatro ranuras del cenicero de madera que estaba sobre la mesa, de madera, se acordó de su tío. Los restos de Constantin no fueron sepultados en Westminster. Su cuerpo no se ajustó al darwinismo social ni contribuyó a la mejora de la especie humana. Sus músculos fueron paulatinamente paralizados por una suerte de atrofia proteica que lo postraron en una silla de ruedas en menos de dos meses. Sus huesos se partían y se astillaban por todos los lados formando mondadientes afilados. Era un optimista por naturaleza. Un lechoso líquido a base de cicuta terminó con sus días. Lencit nunca supo (o quiso saber, esa dicotomía es algo sobre la que el narrador poca claridad puede aportar) si fue su madre, Anne, quien le dio el brebaje, o si Constantin tuvo una suerte de magia efímera, última, senescente, súbita, que le permitió erguir el brazo lo suficiente como para echárselo al coleto como esos tragos de Absenta que tanto calor corporal le provocaron durante toda su vida. Constantin amaba la vida y la vida amó a Constantin. Sus últimas semanas en el ocaso de su vida no cuentan. No queremos que cuenten. Y creemos que Lencit estará de acuerdo con nosotros.

Los senderos físicos e interiores de Lencit, es posible, ciertamente probable, que hayan sido condicionados y que su exegesis sea explicable por el deseo de conocer los posibles tratamientos médico sanitarios derivados del zumo de la cicuta. Dudo que lo sepamos nunca. Lencit no ha querido respondernos a este interrogante. Es algo que se reserva para sí, nos ha dicho. Yo así lo creo; no sé lo que opinarán el resto de mis colegas.

Consantin, el modelo, el halo de inspiración, según hemos querido concluir en nuestras hipótesis de investigación, el eremita, fue una celebridad, una deidad, un mito oriental, aunque solo lo fuera, en realidad, para Lencit.

Veámoslo a través de un día cualquiera. A las siete de la tarde entraba en Lorries, un local bastante grande, creado a principios de siglo, muy naïf, por donde muchos artístas, tanto incipientes como reputados, han pasado a tomar café. Pues bien, decíamos, que Constantin entraba en Lorries, siempre a las siete en punto. Se sentaba en la mesa de la esquina, en “su” mesa. Depositaba el maletín, negro, pequeño, de cuero, con varios compartimentos, que lo acompañó durante tres décadas, en la mesa de madera, con, como pueden ustedes imaginar, una sola silla de madera. Sacaba una larga vela que encendía con un fósforo y llamaba al camarero y pedía un Absenta. Extendía un libro que acercaba a la vela, porque no podía leer con otra luz que no fuera la emitida por las velas Vallinjov, y leía; siete horas. Hasta la hora de cierre.

Al principio llamaba la atención, ese crápula, trasnochador y múltiplemente soñador. Con el tiempo la gente se acercaba al bar sólo para ver su rala melena, esa barba que nunca debió conocer barbero alguno, y esa pipa de madera echando humo en volutas de diversas formas. El local cada vez congregaba a un mayor número de curiosos. A los cinco meses le ofrecieron a Constantin un salario, temiendo que en cualquier momento decidiese no volver nunca a sentarse en su mesa. Así, pues, se convirtió en la única persona que recordamos se le pagara por leer para sí misma. Muchas personas se le acercaban a preguntarle cosas, a pedirle autógrafos o a curiosear qué estaba leyendo, más nunca dio muestras de ningún tipo de sociabilidad.
No se le conoció mujer o romance alguno. Muchos rumores sobre visitas furtivas al barrio de las putas circulaba por la ciudad. No creo, no creemos, perdón, que fueran ciertas.

Nunca se le vio comer bocado alguno. Tal y como hemos deducido de nuestras investigaciones, tratando de aportar claridad al caso Constantin, tan necesaria para la presente narración, diremos que era practicante del ayuno perpetuo. Un artista del hambre, un K en grande mayúscula.

Pero, tratando de no aburrirles más describiendo la mayor de las influencias en la vida de Lencit, seguiremos con el propio estudioso del mundo vegetal. Lencit, pues, estaba ojeando el periódico apoyado sobre la mesa de madera.

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