2008/10/29

On/Off (#06)


La calle estaba desierta. El calor agobiaba a Markus. Entró en Meridians y compró un sombrero. Se lo caló para proteger sus ojos del sol. Pero las sienes le seguían supurando líquido sudoroso salado con sabor a whisky. Dio un paso, dio otro paso. Pensó, dejó de pensar. Las ramas de los abedules caían otoñalmente formando candelabros brillantes de color ocre. Los zapatos le iban rozando el suelo. Las desgastadas suelas chocaban y movían, al compás de la ligera brisa, las hojas desparramadas por el suelo.

Me gusta esta calle. Siempre tan tranquila y tan solitaria y tan sinsentido. Hará tres o cuatro años. Llovía como si el mundo estuviera llegando a su fin. Lo recuerdo. Pero…¿Qué pasa? Soy idiota. No tiene nada que ver. Nada. Esto es diferente. Y nunca se sabe lo que puede pasar. Lavanda era un puto gilipollas. Y nunca me gustó, ni su puta cara ni sus malditos planes de mierda.

Miro en derredor. Nadie. Ni una maldita mosca. Nada. Sólo el viento soplando ligero, sofocante, agobiante, y las hojas moviéndose al compás que marcaba. ¿Por esta o por esta otra? Da lo mismo. Nadie a izquierda, nadie a derecha. Un escalón, dos escalones, tres escalones, cuatro escalones, muchos escalones. Abrió la puerta de la azotea. Tendales con ropas secas ondulándose. Polvo. Mucho polvo. Y pelusas enredadas. Y polen suavemente deslizándose como si de entes sobrenaturales, dotados de vida y energía propias, se tratase. Mucho tiempo sin limpiarse. Sí, mucho tiempo. Demasiado. Menudo lugar para dejar algo importante, pensó Markus. La azotea tenía forma geométrica de ele. Se acercó a la parte derecha. Nada. Pero en la izquierda vio una caja de casi un metro de altura, de vieja piel, negra, pegada contra la pared, ligeramente cubierta de polvo.

A Meandro lo conocí días después. Pocos, sí, pero días después. Iba enguantado, con un traje tweed algo trasnochado, zapatos marrones a juego con el cinturón, corbata a rayas y un hongo sombrero jaspeado. Pesaría cerca de ciento veinte kilos. En cada movimiento se le formaban ondulantes pliegues de grasa que ni Santa Teresa de Jesús y su magnífica bondad hubieran podido dejar de observar con atención. Su estatura no superaría la altura a la que cualquier persona mínimamente cabal colocaría su televisor para verla desde el sofá. Pero lo que realmente me llamó la atención fueron sus diminutos ojos escrutadores, que controlaban en todo momento la situación, tan altaneros que parecían provenir de otro cráneo diferente del que estaban incrustados.

- ¿Eres Markus?
- Sí.
- ¿Has traído el paquete?
- Sí.
- Sabía que podía confiar en ti. ¿Quieres una copa de whisky?

En ese momento Meandro se dio la vuelta, corrió con dificultad la silla, puso una mano sobre la pierna derecha para hacer fuerza y levantó su grasiento culo del asiento.

- ¿Y si lo acompañamos de un buen Habanito?

Lo que faltaba. Una mierda rebosante de grasa hablando como un maldito payaso. Pero Markus no quiso decepcionarlo y aceptó tanto el whisky como el puro.

- ¿Así que tu eres el famoso muchacho del que tanto se ha estado hablando?
- Eso parece.
- ¿Y bien?
- Y bien, ¿qué?
- ¿Que qué? – Meandro engatilló el Zippo, lo acercó cuidadosamente a la boca del puro, hizo clack, lo sostuvo unos instantes sobre la superficie del cigarro puro, aspiró fuertemente, retuvo el humo unos segundos, ni muchos ni pocos, y lo fue soltando poco a poco. Fumador experto, exacto, minucioso, pensó Markus - ¿Que si vas a seguir con los encargos?
- Nunca dejo un trabajo a medias – A Markus le pareció algo forzada su expresión, algo pretenciosa, incluso irritante, pero ya no había remedio –
- Muy bien, muy bien, sabía que podía confiar en ti.

Dio media vuelta. Se agarro los pliegues que su sudoroso pecho había ido formando en su camiseta para ver si corría algo de aire que pudiera relajarle. Paquete en mano fue bajando escalón tras escalón. Sentía las piernas pesadas y débiles. Un escalón, otro escalón, bueno, bueno, con los malditos escalones. El paquete no pesaba nada. ¡Pero qué ligero es!, pensó Markus. No se cruzó a nadie. ¡Pero qué bien! ¡Qué suerte que tiene este muchacho!

Pasó tres días con sus noches en el hotel Palace. No salió más que lo mínimamente imprescindible para mantener la cordura. Los nervios le agobiaban. Ni una llamada. Nada. Nada. Pero a eso de las diez de la noche de la tercera noche el móvil sonó. Lo que más le gustó no es saber que tenía que hacer con el dichoso paquete. Y al abrirlo pudo colmar sus deseos. Para su sorpresa. Menuda sorpresa. Cierto era que pesaba poco, pero, ¿esta mierda vale todo este artificio de las narices?, pensó Markus.

Tres mariposas disecadas. Vistosas, grandes, cuidadosamente clavadas en una extraña superficie, de diversos colores y tonalidades. ¡Pero si son mariposas! ¡Y muertas! A quién coño se le habrá ocurrido pensar que esto valía pasta. Pero luego vio una nota escrita a ordenador.

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